Teresa del Riego Sánchez

El 60% del Amazonas se encuentra dentro de territorio de Brasil.
El Amazonas sigue siendo la masa de selva tropical más extensa del mundo.

Miembro de las Naciones Unidas, de la Organización Mundial de la Salud y firmante de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, en la actualidad Brasil es uno de los países más impactados a nivel global por la crisis de la Covid-19 y no solamente en lo relativo a la salud de su población, sino también en cuanto a su salud democrática.

En efecto, a diferencia de sus vecinos y de la mayoría de países del planeta, no se ha impuesto un Estado de alarma ni ningún tipo de cuarentena. El negacionismo de su Presidente, Jair Bolsonaro, frente al coronavirus pone al país en una situación complicada en cuanto al respeto de los Derechos Humanos y a la democracia brasileña, de la salud de todos los brasileños, pero especialmente de poblaciones más vulnerables y aisladas, como los pueblos indígenas del Amazonas.

En efecto, la posición de Bolsonaro tiene consecuencias en cuanto a la gobernabilidad del país lusófono. Comenzando por su lema “la histeria daña la economía” y siguiendo con su oposición a la OMS, sus declaraciones contra la prensa, contra los jueces, unido a la negativa de aplicar cualquier medida de contención contra la pandemia, en nombre de los derechos y de las libertades, Jair Bolsonaro podría colocar a Brasil en la lista de democracias iliberales, junto con países como Turquía, Rusia o Hungría.

Para quiénes no estén familiarizados, Fareed Zakaria acuñó el concepto de “democracia iliberal” en los años 90 del siglo pasado, para señalar a los Gobiernos elegidos democráticamente que ignoraban los límites constitucionales y no respetaban las libertades individuales de sus ciudadanos. Así, en la actualidad muchos Estados que se califican como democracias se han convertido en democracias objetivas, con formas de gobierno híbridas, que mezclan elementos de la tradicional democracia liberal de Locke con tintes autoritarios, vulnerando los derechos civiles de los ciudadanos, y en ocasiones, los Derechos Humanos.

¿Estará Brasil convirtiéndose en una democracia iliberal?

En cualquier caso, el comportamiento de Jair Bolsonaro puede compararse con el de posiciones negacionistas del virus. Sus decisiones están respaldadas por el círculo de confianza del empresario, un grupo informal llamado el “Gabinete del Odio”. Entre las actuaciones de sus miembros, encontramos la divulgación de noticias falsas a través de la RRSS y los constantes ataques al Congreso de la nación, a través de descalificaciones a la “vieja política”. Además, desde el inicio de la crisis sanitaria el Presidente ha estimulado y participado en varias protestas de ciudadanos y empresarios en Brasilia con centenas de personas en contra del Congreso Nacional y del Tribunal Supremo: dos instituciones que dan base a las democracias liberales.

Estos comportamientos, la instalación paulatina de este régimen iliberal que toma impulso en el contexto de la crisis del coronavirus, tiene impacto y graves consecuencias en el país. El desconcierto político es latente a todos los niveles, la diferencia de criterios se da, en un estado fuertemente descentralizado, entre el presidente de la nación frente a los gobernadores de los Estados federados y a los Alcaldes de las grandes ciudades del país. En cuanto al poder ejecutivo, Bolsonaro también encuentra voces disonantes en el seno de su gobierno. Durante la pandemia han sido destituidos dos ministros de salud, Luiz Henrique Mandetta y su sustituto, NelsonTeich, ambos por pronunciarse a favor de las cuarentenas y de las medidas de contención del coronavirus. De la misma manera, dimitía el Ministro de justicia Sergio Moro, consagrado a la lucha contra la corrupción y la violencia, el Estado de Derecho y la autonomía de las instituciones fiscalizadoras. Las acusaciones a Bolsonaro por sus injerencias políticas y corrupción, son hoy investigadas por el Tribunal supremo. El poder judicial es otro con el que ha tenido choques Bolsonaro. Y es que la justicia ha prohibido la campaña gubernamental anti-confinamiento denominada por el gobierno federal “Brasil no puede parar”. Frente al legislativo la situación no mejora ya que, en las últimas semanas se solicitaron al menos 10 peticiones de impeachment. Aunque, por ahora el presidente del Congreso brasileño, Rodrigo Maia, los ha denegado todas.

Estas son las consecuencias de la crisis institucional en la que se ve sumida Brasil, para el conjunto de la población, pero a estas se suman otras para los estratos más vulnerables. Uno de ellos es, sin duda, los pueblos indígenas. Sin embargo, esto no es una situación nueva ya que desde que Bolsonaro accedió al poder, ha arremetido en contra de esta parte de la población brasileña, abiertamente y en numerosas ocasiones.

Violaciones a los Derechos Humanos, antes y durante la crisis de la COVID-19. 

La Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada por la Asamblea General en el año 2006, reconoce “el derecho de todos los pueblos a ser diferentes, a considerarse a sí mismos diferentes y a ser respetados como tales”. En su seno se abordan temas como los derechos colectivos, los derechos culturales y la identidad, y los derechos a la salud o la educación, entre otros. A pesar de ser Brasil signatario de estos principios, el gobierno de Bolsonaro ha sido acusado de violaciones de los derechos humanos, en la 43 sesión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra. 

En efecto, la Resolución de la Asamblea General declara que “los pueblos indígenas han sufrido injusticias históricas como resultado, entre otras cosas, de la colonización y de haber sido desposeídos de sus tierras, territorios y recursos, lo que les ha impedido ejercer, en particular, su derecho al desarrollo de conformidad con sus propias necesidades e intereses” y reconoce “la urgente necesidad de respetar y promover los derechos intrínsecos de los pueblos indígenas” “especialmente los derechos a sus tierras, territorios y recursos”. 

Sin embargo, Bolsonaro ganó las elecciones prometiendo que no iba a registrar “ni un centímetro más” de tierras indígenas y son constantes sus discursos en los que presenta a las poblaciones nativas como un obstáculo para el desarrollo económico del país. Uno de sus gestos más controvertidos fue nombrar al misionero evangélico Ricardo Lopes Jefe de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI) con la finalidad de abrir las reservas indígenas a la minería y la explotación. Unas declaraciones y actuaciones que, sin duda, propician los conflictos por la tierra y el discurso del odio, tal y como indica la Coordinación de Organización Indígenas de la Amazonía Brasileña (COIAB), que representa a 300 organizaciones indígenas en más de 430 territorios del país. Esta ha expresado su repudio a la ola de “odio, rabia, racismo, ataques, criminalización y asesinato de los pueblos indígenas encabezada por el Estado brasileño, a través de la mayor autoridad del poder ejecutivo del país, el señor presidente Jair Bolsonaro”.

Por estos motivos el Presidente ha sido denunciado ante la Corte Penal Internacional (CPI) por “crímenes contra la Humanidad” e “incitación al genocidio indígena”. Las denuncias se realizaron el pasado noviembre de 2019, por dos entidades brasileñas, la Comisión Arnsy el Colectivo de Abogacía en Derechos Humanos. Estas consideran que Bolsonaro incita a la violencia contra la población indígena y debilita los mecanismos para perseguir delitos como la apropiación ilegal de tierras, la explotación agrícola y ganadera, la minería y la tala ilegal en reservas naturales e indígenas. La argumentación de los denunciantes se basa en que “estas actividades ejercen un gran impacto sobre la selva y los pueblos que la habitan y el Gobierno las está estimulando o, en cualquier caso, está siendo negligente ante su enorme potencial de degradación”. Ambas organizaciones consideran que estas denuncias son también una forma de presión internacional ante la falta de respuesta interna, por las instituciones brasileñas o la oposición frente al discurso anti-indígena del Jefe del Estado. Hasta la fecha, la Fiscal de la CPI, Fatou Bensouda está solicitando informaciones sobre las alegaciones hechas en el escrito de acusación. El próximo paso, eventualmente, sería presentar una petición de autorización de investigación a laCámara de Cuestiones Preliminares.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, podemos decir que la situación de los pueblos indígenas y su desprotección no tiene su origen en la crisis de la Covid-19, la crisis sanitaria solo la ha acelerado y la ha hecho más alarmante, más allá del ataque a los territorios indígenas, ahora está en su Derecho a la salud, el Derecho a la salud del conjunto de los brasileños. 

La Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas contempla de forma explícita este derecho. Por ejemplo, su artículo 21 reza que “los pueblos indígenas tienen derecho, sin discriminación, al mejoramiento de sus condiciones económicas y sociales” y entre otras esferas, en “la salud y la seguridad social” y su artículo 24.2 que “las personas indígenas también tienen derecho de acceso, sin discriminación alguna, a todos los servicios sociales y de salud”.

Este derecho les pertenece, no solamente como población indígena, sino también como es evidente, por ser ciudadanos brasileños. La Constitución de 1988 de la República Federal de Brasil establece la salud como un derecho social en su artículo 196: “la salud es un derecho de todos y un deber del Estado, garantizado mediante políticas sociales y económicas que tiendan a la reducción del riesgo de enfermedad y de otros riesgos y al acceso universal e igualitario a las acciones y servicios para su promoción, protección y recuperación”.

Este es un derecho de todos los brasileños, hoy más que nunca, ya que el virus no distingue de clase social, aunque afecta de forma más beligerante a los que tienen menos medios, más allá de los indígenas: los indigentes y “craqueros” que deambulan por las calles de São Paulo, los habitantes de las favelas, familias hacinadas a la espera de recibir agua potable e insumos que el Estado no facilita.

Sin embargo, durante la crisis de la Covid-19, el Jefe de Estado ha desafiado las recomendaciones de la OMS y de los expertos nacionales en materia de salud. Frente a esto, los 27 Estados brasileños han diseñado sus propias medidas contra la pandemia, con las redes sanitarias al borde del colapso y sin apoyo de gobierno federal para lograr una mayor coordinación entre Estados.

Así, los datos hasta la fecha son desoladores y lo son especialmente en los Estados más poblados y en el Estado con más población indígena del país: Amazonas. En efecto, el Amazonas es uno de los Estados con mayor tasa de incidencia de la Covid-19, llegando a cuadruplicar la media nacional. Según el Grupo de defensa de la articulación de los pueblos indígenas de Brasil (APIB), la tasa de mortalidad en las comunidades indígenas es el doble que en el resto del país. Esto se explica, entre otros, porque los pueblos indígenas están más alejados de los hospitales y tienen infraestructuras básicas muy escasas. Además, según datos de la Articulación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB), la posibilidad de que un indígena muera por los síntomas es del 25%, mientras que, en el Brasil en su conjunto, este porcentaje es actualmente de alrededor del 7%. 

Ante la actual situación, se presentan nuevas denuncias ante la CPI a inicios del pasado mes de abril de 2020. En esta ocasión, la Asociación Brasileña de Juristas por la Democracia denunció al presidente de Brasil por crímenes contra la Humanidad, por poner “la vida de la población en riesgo, perpetra crímenes que exigen la actuación de la Corte Penal Internacional para proteger a la vida de miles de personas”.

La asociación considera que Bolsonaro ha violado varias leyes sobre epidemias y medidas sanitarias preventivas, e incluso otras normas aprobadas en los últimos días por su propio Gobierno, al incumplir las medidas de aislamiento y cuarentena. De la misma forma, la resistencia a someterse a exámenes médicos, pruebas de laboratorio y tratamientos específicos podrían dar pie a calificar estos comportamientos como delictivos, en base a los artículos 268 y 330 del Código Penal. Hay que señalar que esta última denuncia se interpuso cuando Brasil reportaba alrededor de 8.000 contagios y menos de 300 muertes. Hoy numerosos expertos consideran que Brasil ha perdido el control de la pandemia. Se ha convertido en el cuarto país con más muertos por coronavirus, superando los 500.000 contagios y los 31.000 fallecidos, es hoy el epicentro del virus en América Latina.

Deberemos de esperar la instrucción de la Fiscal de la CPI, Fatou Bensouda, para averiguar si el actual Presidente de Brasil será condenado por crímenes contra la Humanidad, contra los ciudadanos del país que gobierna y que en su mayoría le votaron, y por el temido “genocidio indígena”, según palabras de Arthur Virgílio Neto, Alcalde de Manaos, ante la falta de actuación del gobierno de la nación.